Carreras, trabajo digno y talento en el siglo digital [ANTONI ALBERT]

Según por donde se examina cómo sopla el viento —el viento económico— llega a nuestros oídos uno u otro rumor. Por estos lares, alejados de una información adecuada, densa y confirmada, llega repetidamente, cual olas sempiternas de un mar bravío, el repetido clamor por “un trabajo digno”. El cual, cosa que es de fácil entender, irá acompañado de un “salario digno”. Esto es llegando, como mínimo, a las cuatro cifras que incluyan números con círculos. La reivindicación que viene con este viento, viento que se expande desde las cabezas pensantes, por decir algo, de las jerarquías laborales, es repetida y cada trimestre aparece y reaparece por aquello de no hacer eclipsar un anuncio que vende afiliación, y en último término presencia e ingresos. Sin embargo, difícilmente puede existir un trabajo digno si no hay una preparación digna para crear un producto digno. He ahí el auténtico rompecabezas que nunca se quiere plantear.

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Nuestro país, y Europa casi toda, ha estado en las últimas décadas impulsada por ideas trasnochadas —ya que provenían del siglo XIX— que hacían de todo empresario un burgués y por ello una persona por definición perversa que se dedicaba no a exponer su capital, su esfuerzo y sus ideas en el maremágnum del mercado, sino a ser un «explotador» por definición, que quería hundir en la miseria a sus empleados y cabalgar sobre sus restos, al fallecer éstos por la miseria de sus sueldos. Las cosas, sin embargo, no son tan claras ni tan maniqueas. Los productos de una manufactura, de un taller, de una industria van al mercado. Si estos productos resultan interesantes para el público, la empresa seguirá adelante. En caso contrario, más pronto que tarde, la empresa quebrará, arruinándose el capitalista y cerrándose el negocio.

Por otro lado, en ningún país por nuestras áreas está prohibido crear empresas. Los mismos sindicatos podrían crearlas. O favorecer a sus «clientes» a que fueran emprendedores —esta es la palabra actual que ha resurgido con empuje ante la fatídica expresión de ser un «capitalista» o un «burgués». Marx, sin saberlo, ha hecho mucho daño en las conciencias de los que se niegan a ponerse al día en el abc de la economía. Por el contrario, deberían de fomentar el emprendimiento. Favorecer la existencia de unas legislaciones no paralizantes para las start-up, que así se llaman los primeros pasos empresariales que en otras coordenadas geográficas se fomentan e insuflan.

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¿Es difícil entender que un país va adelante si vende muchos de sus productos al extranjero? Esto es, si tiene más ventas que compras. Es decir, si los ingresos superan a los gastos. ¡Caramba! ¡Lo mismo que ocurre en cualquier familia! Cierto. Pero sigamos. Si un país no vende casi nada al extranjero —que equivaldría a que una familia no tenga entradas económicas de ningún tipo— este país entra en la bancarrota. Se hunde. Igual ocurre con una familia de cero ingresos, que se verá obligada a vender su piso e ir a mendigar por las plazas. ¿Dónde está la solución? No en ejercer de pedigüeño, que es pan para hoy y hambre para mañana. Hay que levantar la vista y otear mucho más lejos. Cosa que los dirigentes obreros se obstinan en no fomentar (de hecho prefieren tener fieles devotos de sus consignas y así seguir en la clásica poltrona desde su relativo estatus de poder).

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No es difícil hoy en día saber por dónde soplan los vientos del futuro. Por de pronto esta sapiencia no se puede encontrar en lo que echan las televisiones de nuestros pecados. Ahí hay el gran error. Puesto que las actuales televisiones son fábricas de desinformación por no decir de deseducación. Es sorprendente que en la época de la famosa sociedad de la información, donde menos hay información —léase educación— es en la mayoría de los hogares, cegados por unos programas que deterioran —en su momento se podrá cuantificar cómo afecta al cerebro la pasividad televidente— las neuronas.

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El auténtico trabajo digno sólo se puede obtener con una preparación digna. Si no existe ésta aquel será inexistente. Sólo un niño —o alguien con una mentalidad cercana— puede quedar enredado con este tipo de proclamas. Y una preparación digna quiere decir hincar codos. Hoy —sí hoy, cuando tenemos la ventana informativa nunca vista a lo largo de la historia que es Internet, el Internet del talento profesional— está al alcance de cualquier persona adiestrarse en un conocimiento de cualidad que vaya más allá de saber vender pan en una panadería o camisas en un almacén de la esquina. Hay numerosas carreras profesionales que están a la espera de gente convenientemente formada y con acceso inmediato en empresas punteras. Desde hace unos años cada mes de diciembre cierra con vacantes profesionales sin cubrir debido a la ausencia de perfiles profesionales idóneos para puestos que se requiere talento.

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El talento —que no se vende por las esquinas— se ha de orientar, mediante esfuerzo y sacrificio, hacia unas carreras, preferentemente tecnológicas, que ofrecerán un trabajo digno y que debido a ello se obtendrá un salario digno. Todo lo que no sea esta ecuación es mentira. Y por más que se repitan las mentiras, nunca llegarán a ser verdad. Las mentiras tenazmente repetidas pueden ayudar a mantener a los fieles. Pero nunca éstos alcanzarán la gloria del trabajo bien remunerado, ya que nunca se les habrá dicho que un trabajo digno sólo se obtiene con una formación digna. Pero las mentiras son fáciles de fabricar y aún más fáciles de creer. La devoción —en esta época pródiga en religiones laicas y procesiones de recreo— nunca abrirá las puertas del futuro, por más que uno crea en milagros. Éstos nunca han existido ni en las religiones sagradas ni en las laicas.

ANTONI ALBERT  (Twitter: @carlesdijous)

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